Un tratado sobre tratamientos.

 


Siempre me ha gustado The Snake Pit de Anatole Litvak. No se si será por la actuación de Olivia de Havilland (de quien me enamoré cuando vi Gone with the Wind con mi bisabuela a los 5 años) o por lo surreal que me parece saber que está inspirada en un caso de la vida real. 


Me da escalofríos pensar en como Mary Jane Ward despertó un día y se dio cuenta que no estaba en su casa sino en el Hospital Bellevue, uno de los hospitales públicos más antiguos de todo Nueva York (curiosamente dónde me recetaron antidepresivos por primera vez en mi vida en el 2016), famoso no solamente por su antigüedad, sino también por las legendarias historias de los fantasmas que lo habitan.

Bellevue está lleno de fantasmas “reales” (la enfermera flotante de la que me hablaba mi dentista mientras me removía una caries) y figurativos. Además de las apariciones espectrales que aparentemente han hecho que renuncien muchos empleados, el hospital en la zona del bajo este de Manhattan, está plagado de memorias silenciosas que presenciaron la tifoidea y el cólera arrasar con la comunidad irlandesa a principios del sigo XVIII y los estragos del VIH/SIDA a finales del siglo XX.

Por ser la “ground zero” de múltiples epidemias a través de la historia de Estados Unidos, Bellevue es también un sitio de experimentos inhumanos, dónde se utilizaron cuerpos con vida para determinar la efectividad de muchos tratamientos médicos. Cuando las comunidades judías e irlandesas comenzaron a ser atacadas por la tuberculosis en 1901, los transeuntes podían ver a los enfermos tomando el sol en lo que se llamaba el “balcón de los tuberculosos”.


En aquel entonces los médicos opinaban que la mejor cura era el aire fresco y sacaban a los pacientes incluso durante los días de invierno dónde la temperatura en Nueva York el 19 de enero de 1901 llegó a menos 13 grados celsius. Hoy sabemos que las temperaturas bajas y la falta de luz del sol (Vitamina D) más bien puede reactivar casos latentes de tuberculosis.

Fue aquí donde cuatro décadas después Mary Jane probablemente escuchó hablar por primera vez sobre el tratamiento de electrochoque, en el cual los pacientes con trastornos mentales severos reciben cargas eléctricas que provocan convulsiones cerebrales con el fin de hacer los ajustes necesarios para que vivan mejor. En The Snake Pit, Virginia, el personaje que Ward creó de forma autobiográfica, relata lo doloroso del tratamiento y la angustia que le provocaba saber que era un proceso que se llevaba a cabo en varias sesiones.


Eso me hizo pensar en la infinidad de tratamientos que afortunadamente han pasado ya a la historia.


Ni siquiera los ojos tan expresivos de Olivia de Havilland lograrian capturar el horror que me recorrió el cuerpo cuando aprendí sobre la terapia de choque con insulina propuesta por el doctor Manfred Sakel en 1927. Todo comenzó cuando Sakel accidentalmente aumentó la dosis de insulina inyectada en uno de sus pacientes diabéticos (que además sufría un trastorno esquizoide) el pobre hombre cayó en un coma del cual no se sabía si despertaría o no. La sorpresa fue que no solamente despertó, sino que además parecía mejor de sus síntomas psicóticos. Ni corto, ni perezoso Sakel comenzó a aplicar el mismo tratamiento en otros pacientes, enviándolos en comas de los cuales el 4.9% nunca regresó.


Los místicos a través de la historia han hablado de los poderes curativos del agua, pero ninguno se imaginó cómo los expertos de la salud mental en el siglo XIX abusarían de ésta para darles momentos de choque a sus pacientes. Por ejemplo era común en los 1800, tirar a un paciente mental a un río helado y esperar que nadara de nuevo a la costa. El choque del impacto según los médicos tenía que provocar el efecto deseado.


Se estima que hoy en día casi 500 millones de personas a nivel mundial sufren de un trastorno mental diagnosticado. No imagino a ninguno queriendo someterse al proceso de trepanación practicado por los humanos desde la era Neolítica. La trepanación consiste en perforar un agujero en el cráneo del paciente (usualmente sin anestesia) con el fin de describir la causa de achaques como la migraña. En la antigüedad se creía que los malos espíritus que habían poseído al paciente mental saldrían por los agujeros. A finales del siglo XX, el asesino en serie Jeffrey Dahmer utilizó la trepanación cómo una forma asexual de penetración, taladraba agujeros en los hombres que secuestraba y les inyectaba ácido para convertirlos en “zombies vivientes” que nunca lo abandonarían.


Quizás el tratamiento más invasivo de todos era la esterilización forzada, ya fuese por medio de castración química en los hombres (Alan Turing prefirió ser castrado de esta forma que ir a prisión por su “estilo de vida homosexual”) o por medio de operaciones en las que se removían los sistemas reproductivos de mujeres usualmente de comunidades vulnerables o históricamente relegadas por la supremacía blanca. En Estados Unidos más de 60 mil personas fueron esterilizadas forzosamente (usualmente sin saberlo) con el fin de evitar la mezcla racial entre negros y blancos.


La esterilización forzosa y las terapias de electrochoque aún son legales en países como Estados Unidos.




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