La importancia del diagnóstico.

 El 13 de septiembre del 2021 (esas fechas no se olvidan), mi psiquiatra me diagnosticó con trastorno bipolar tipo 2. Debo confesar que en vez de sentir el pánico que me inunda ahora que escribo esto, en ese momento saber lo que me pasaba me llenó de una paz incomparable. Nombrar lo que me acechaba en la sombra se convirtió en un faro de esperanza.

Desde que tengo memoria me he sentido diferente a la gente que conozco. Cuando era un niño no sabía como explicarle a mis padres por que habían fines de semana dónde no podía levantarme de la cama. 


“No tienes fiebre” me decía mi padre después de sacar el termómetro de mi boca. Aún odio ese sabor metálico.

“Te duele algo?” me preguntaba mi madre. Le decía que no, pero si sentía dolor, excepto que no estaba en ninguna parte de mi cuerpo. Cómo le explico a mi mamá que me duele algo invisible? 


Ya se que los órganos son “invisibles” también, pero lo que me dolía en aquellas ocasiones no reaccionaba cuando el médico presionaba mi abdomen, tampoco efectuaba cambios en mi apetito. Simplemente sentía el peso de dos elefantes sobre mi, pero cuando le dije eso a mi padre me dijo que estaba delirando y de nuevo ese sabor metálico en mi boca.

Nada me hacía sentir mejor aunque la sonrisa de mi abuela siempre me ayudaba.

Mi padre siempre mencionaba mis “curas milagrosas”. Días después de sentirme catatónico me encontraba montando espectáculos en el patio de mi casa con mis pobres hermanos bajo mi dirección artística.

En mi adolescencia aprendí que no era correcto preocupar a los adultos con mis achaques invisibles. Me enseñé a sonreir durante aquellos días donde las horas se alargaban y desde la primera clase en la escuela soñaban con el alivio de desaparecer bajo las sábanas al llegar a casa. Muchas tardes me dormía con el uniforme escolar puesto y me sorprendía al darme cuenta que había dormido hasta 16 horas seguidas.

“Me quedé hasta tarde estudiando” les decía, pero todos sabían que era una mentira. Nunca se me hizo difícil aprender en la escuela.

Mi psiquiatra determinó que eso significaba que era “funcional” cómo si fuera una máquina que debía cumplir ciertas tareas para demostrar su capacidad. Al escuchar ese diagnóstico por fin muchos de los eventos de mi vida tuvieron sentido.

No me importó en aquel momento saber que mucha gente me tacharía y me tachará de “loco” por el resto de mi vida. Sonreí al sentirme identificado con Juana de Arco, mi heroína en el cuarto grado. 



No, nunca me he comunicado con santos, mucho menos los he visto. Gracias a Dios.


Recordé los bostezos de mis compañeros cuando expuse sobre las campañas militares guiadas por la adolescente y cuando les recomendé la película de C.T. Dreyer. “Muda?” comentó uno de mis amigos, “es que no podían hablar en esa época?”

Quien ahora podía hablar era yo. A mi madre se le llenaron los ojos de lágrimas cuando le conté alegremente sobre mi diagnóstico. “No te preocupés,” le dije, “esto es algo bueno”. Supongo que ningún padre quiere ver sufrir a su hijo, por más viejo que este sea, por más tiempo que haya estado fuera de casa, por más canas que aparezcan en su barba.

Pero al igual que no logré explicarle aquello dolores invisibles de mi infancia, no podía ahora describirle la alegría que me llenaba. Saber el nombre de mi enemigo, me daba las armas necesarias para vencerlo.


Al salir de aquella consulta con una receta de 100 gramos de lamotrigina, que deben ser tomados a primera hora del día probablemente por el resto de mi vida, me sentí indestructible. Con el estandarte de mi trastorno puedo conquistarlo todo.


Comments

Popular posts from this blog

Día 11

El arte como medicina.